Una multitud blanca cubre el horizonte helado. Millones de gotas de agua suspendidas en el aire se abrazan. La neblina del Cerro La Horqueta se transforma en agua líquida cuando cae al suelo en forma de precipitación. La coalescencia se acelera por las partículas de sal que arrastra la brisa marina del Caribe, sal que viaja hasta la montaña del Corazón del Mundo -La Sierra Nevada-, donde ocurre el abrazo que se convierte en hilo de agua, que después se hace arroyo crecido y transformado en Marokaso, para unirse con el Río Mamón y el Aguas Blancas.
El ramal más septentrional de la Cordillera de Los Andes entre Colombia y Venezuela es la Serranía del Perijá, que partea tres arroyos: Cerrejón, Tabaco y La Ceiba. La sucesión de abrazos culmina cuando el Marokaso, el Mamón, el Aguas Blancas, el Cerrejón, el Tabaco y La Ceiba se hacen uno para convertirse finalmente en el Río Ranchería.
En medio de la nada, entre el monte espinoso y la aridez, aparecen ocho chivos y más de doce peladitos.
-“Todos esos hijos son míos”, dice el conductor del Nissan Sentra 1.6 azul metálico de puertas remachadas.
Para llegar a Jasaishiao desde Riohacha hay que viajar en carros pirata. Por lo general un sentra viejo, o cualquier automóvil comercializado entre los noventa y principios del dos mil se parquean a esperar pasajeros para adentrarse en el desierto, entre peajes humanos que piden agua y dulces para dejar pasar a los viajeros que sueñan con ver el Cabo de la Vela.
Brayan lo sabe, porque cada vez que necesita salir de Jasaishiao a Riohacha tiene que pasar por Aremasain, de donde es el conductor. Cada uno de los hijos del conductor pasó por su salón de clases. Los doce peladitos guajiros también son hijos suyos.
-Profesor, hasta aquí entro yo-. El conductor frena en medio del desierto. El Río Ranchería está a la izquierda y sobre él, transita una tarabita.
El recorrido de Brayan para conseguir agua potable y comida para llevar a la Ranchería Jasaishiao, donde es profesor de primaria, implica caminar por unos 20 minutos desde la escuela ubicada en medio del desierto, hasta llegar al río de aguas escasas y grises. Para atravesar el río Ranchería, la tarabita flota a unos quince metros sobre el suelo. Brayan se sube al aparato, pedalea, se baja, camina unos cuantos metros más. Si le entra la señal, llama al conductor de Aremasain -la ranchería más cercana- y si no, camina hasta que ve las casas de yotojoro de esa comunidad. En Aremasain conversa con los doce niños Wayuu mientras espera a que lo recoja el sentra viejo. El recorrido hasta Riohacha es de media hora, y solo en la ciudad es posible encontrar los insumos para dotar la escuela y la comunidad de los Epieyuu, descendientes de uno de los doce clanes Wayuu, bautizados por el Pájaro Utta, el primer palabrero en la historia de los guajiros.
De vuelta, el recorrido se le hace más corto. La voz de Diomedes rasga el atardecer del desierto. Ya casi empieza a oscurecer y en el horizonte se dibujan tres franjas amarillo, azul y rojo.
Una hebra de cabello adorna mi cuerpo
Una hebra de cabello adorna mi alma
Ay ve, mi primera cana
Noticias de mi vejez…
Todos los días Brayan piensa en la muerte, porque no quiere morirse. Antes, cuando quería ser policía no le preocupaba, pero cuando su madre, la Autoridad de la Ranchería de Jasaishiao, le escogió la profesión y lo mandó a estudiar Licenciatura en Etnoeducación en la Universidad de La Guajira, le empezó a dar miedo morirse. El miedo creció cuando dio su primera clase y conoció el pensar de los niños y niñas wayuu, que lo hicieron padre.
Ay adiós, se va mi juventud
Y ahora ya no la vuelvo a ver
Se va llena de gratitud
Y me deja solo con mi vejez
Se va llena de gratitud
Y me deja solo con mi vejez
El acordeón de Juancho Rois llena el paisaje de nostalgia y le recuerda a su mamá y las palabras que le dijo entre un wayuunaiki y un español pausado hace más de diez años cuando le anunció su suerte:
“-Achon, antüsü teikat süchukua'a-.” Mamá sostenía en las manos un volante y él pensó que lo había inscrito a la policía. La ilusión se desvaneció cuando le dijo que había pagado ciento veintidos mil pesos, casi todos sus ahorros, para que se hiciera profesor y enseñara a leer y escribir a los niños y niñas de su comunidad.
Brayan lloró de rabia al perder su libertad. Pero el día en que se paró frente al tablero, en la escuela de su pueblo que solo había conocido maestras, él, un wayuu grande y moreno, olvidó de pronto todo lo que había peleado para no ser profesor y se hizo escuchar por primera vez en todo el desierto cuando a treinta niños y niñas de 5 años -sin entenderle nada de su español- les cantó:
-¡BUENOS DÍAS AMIGUITOS CÓMO ESTÁN!
Y después de explicarles que debían responder con talataa, en un grito al unísono que dijera “¡MUY BIEN Y MUY FELICES!”, el miedo a morirse llegó en el instante en que descubrió que esa sí era su vocación y que todos los niños y niñas a los que les iba a enseñar, se volverían sus hijos.
La vida me ha golpeado más de dos veces
Pero yo he sido un hombre muy optimista
Ay ve, gracias Virgen del Carmen
Por darme tantas cosas bonitas…
Cada quince días Brayan sale de Jasaishiao hacia Riohacha. La nostalgia detrás de las orejas y la melancolía en la boca del estómago aparecen cuando atraviesa el río y queda su comunidad a sus espaldas. Esa misma nostalgia y melancolía solo desaparece a su regreso, cuando más de treinta niños y niñas al verlo caminar con las manos cargadas en medio del desierto, le gritan desde lejos:
“Antüshi pia, Maestro…”
Por María Antonia González
Directora de Impacto Social
Educambio
Revisión y edición por:
Sara Abadía, estudiante del Masster in Fine Arts in Creative Writing de NYU
María José Espinosa, becaria del MPhil in Comparative Literature de la Universidad de Cambridge.