Un par de botas pantaneras se elevan un metro sobre el suelo. Le siguen otras, después otras dos. En total son seis, mas dos pies descalzos: cuatro niños se lanzan a una arteria del Patía, tres de ellos en botas pantaneras. El río es café y no tiene playa ni piedras, lo rodea una vegetación pantanosa, y parece profundo. Unas flores lilas, perfectas, que parecen de mentira, nacen entre el paisaje rural, y crecen bajo las azoteas de las casas palafíticas sin puertas y sin ventanas. Hace sol, pero la brisa que viene del mar acaricia el sofoco.
Los niños hacen fila para tirarse al río. El primero, sin camisa, se lanza con arrojo y clava directo en el agua. El segundo es Santiago. Se abalanza sobre el río como si se despeñara sin haberse dado cuenta. Una explosión de agua baña a los demás, que ríen por la exageración del salto teatral de Santiago. Los cuatro se lanzan desde un muelle artesanal que parece muy alto para lo bajito que está el río, porque todavía no ha subido la marea. Aún así, las pangas pasan, una tras otra, sin encallarse.
Santiago tiene bermudas de camuflado y una camisa polo de mangas cortas, azul clara con rayas blancas. Sus ojos son pequeños, dos asteriscos que mantienen cerrados porque le cuesta dejar de sonreir. Saluda y sonríe, se lanza al río y sonríe, sale del agua triunfante y sonríe, camina con las botas pesadas y sonríe, les saca el agua y sonríe.
El caserío habitado por unas 10 familias tiene música natural: un montón de garzas reales y morenas, piuras, meneaculitos, loros, cuaritas, patocuervos, fragatas y chorlitos piquigruesos sobrevuelan por todas partes, sobre el río y entre los árboles, cantándole a la marimba. Entre el pantano y los pocos senderos secos caminan bichos, grillos, gusanos, chicharras, cucarrones y hormigas, y de vez en cuando, moluscos y crustáceos de río se trepan por la madera de las casas.
La abuela de Santiago conoce bien el monte y le ha enseñado al niño los nombres de la vegetación que los rodea: este es un palo de guanábanas, eso es chirimolla, lo de allá es un aguacate. En esta tierra se da pomarrosa, mandarina, guayaba, coco, icaco, papaya, caimito, borojó y mango, -pero hay que cuidarlo mucho pa que cargue-. También cultivamos orégano, chiyangua, albahaca, hierbabuena, poleo y agingibre para curar los males, anamú, calambombo, hierba de ojo y hierba de espanto, doña juana, hoja de mano, tres dedos curatodo, limoncillo y hierba buena, yantén y hierba de la virgen. Aunque todavía le cuesta, Santiago reconoce cada mata por su olor.
Mientras se bañan en el río, una panga se acerca. La nueva maestra de la escuela de Miel de Abeja se adentra en el pantano para saludar a sus futuros estudiantes, que llevan más de un año sin ver clases a causa de una pandemia china.
-Hola niños, ¿cómo están? Soy la profe encargada.
-Uy profe si quiera llegó, ya estábamos aburridos. ¿Cuál es su nombre?
-Mercedes Salazar.
-Qué nombre tan bonito.
-Gracias, ¿usted cómo se llama?
-Santiago.
-¿Y cuántos años tiene?
-Trece.
-Yo me llamo Ángel, tengo doce.
-¿Y qué grado cursan?
-Yo estoy en sexto, pero Santiago en tercero porque es bruto.
Todos se ríen, hasta Santiago. Una gallina se acerca al muelle y se mete entre la profesora y los niños. Después picotea entre las redes de pesca tiradas en el suelo. La profesora los observa, sonríe, se sienta y ve como las pangas recorren el río al atardecer, cargadas de maderos, trozos de sapán y cedro de los aserraderos. El cauce del río, que fue desviado hace un tiempo para que el recorrido de la madera fuera más breve, jodió la tierra y la volvió pantano. La última maestra se fue de Miel de Abeja, cansada de dar clases con el agua hasta el pecho.
Cae la tarde y Santiago se acerca a la profe, para decirle bajito:
-Profe, no es que yo sea bruto.
Ángel lo escucha, se ríe, y saca del bolsillo un billete viejo. Se lo muestra a Santiago y lo reta:
-A ver, si no es bruto, díga qué dice aquí.
Santiago lo intenta, arruga los ojos pero esta vez no sonríe. Chasquea los dientes.
-Si ve Profe, es bruto.
Ángel se aleja y Santiago se sienta junto a la profesora. En el muelle, de frente al río, Santiago confiesa:
-Profe, no es que yo sea bruto…
Es que yo no veo bien.
Apéndice
La historia de Santiago es una historia real, con breves matices de ficción. Su testimonio fue inspiración para Educambio. Los ojos de Santiago nos permitieron ver que existía el Síndrome de Santiago, padecido por miles de niños y niñas de la ruralidad que no pueden acceder a un par de lentes, lo que impide el desarrollo de su proceso educativo. Descubrir el Síndrome de Santiago fue la puerta de entrada para la creación de brigadas oftalmológicas rurales con el Doctor Hugo Ocampo, director de la residencia de oftalmología de la Universidad del Valle, con el fin de facilitar el acceso a lentes para niños y niñas de la ruralidad que difícilmente han sido atendidos por especialistas. La ausencia de visión es una discapacidad social que puede ser evitada.
Por María Antonia González
Directora de Impacto Social
Educambio
Revisión y edición por:
Sara Abadía, estudiante del Masster in Fine Arts in Creative Writing de NYU
María José Espinosa, becaria del MPhil in Comparative Literature de la Universidad de Cambridge.